Estoy sentada en el balcón de la casa del Bosque que da a la entrada. Tengo la espalda apoyada sobre barandilla verde. Detrás tengo el universo. Unas montañas preciosas. Un caballo negro. El rumor de las hojas rodando por la calle bailándole al viento. Mariposas amarillas y blancas. La luz infinita del sol proyectada en la Tierra, y que en un par de horas – calculo- será ambarina y perfecta. Almendros. Pinsapos. Margaritas. Amapolas. Rosas rojas, amarillas, rositas. Limoneros. Naranjos. Un manto azul sobrevolando las copas de los árboles. Una brisa fresca que viene del río tal vez, donde la gente se moja los pies y dice casi siempre que el agua está helada. Cientos de pájaros emitiendo cientos de sonidos. Ovejas. Abejas. Cabras payoyas. Perros. Gatos salvajes. Mujeres mayores regando. Niños/as de vez en cuando rugiendo preguntas al aire. Extranjeros. El sonido del campanario ahora mismo (clan, clan, clan). Caravanas con vidas dentro de una habitación. Bimba observándome sin prisa ni miedo. Águilas. Halcones. Serpientes. Liebres. Bicicletas. Picnis. Libélulas. Saltamontes. Los cuentos de Gloria Fuertes, por ejemplo, que leía aquí cuando era verano y yo una niña. Las estrellas titilando sostenidas en un cielo limpio y oscuro esta noche cuando todo quede en silencio y yo lea el libro que he traído. El mundo que quiero aleteando en la palma de mi mano. Parece que me he dejado la prisa en la ciudad, la burocracia del trabajo terminada después de apurarme mucho, las obligaciones allí tendidas en la azotea. Y aquí, aquí todo lo demás. El tiempo extendiéndose ante mí.